Ejemplaridades

Y todavía algunos siguen pensando que todo es nuevo bajo este sol del siglo XXI.

Entre unas noticias y otras, se continúa poniendo sobre la mesa el debate de la ejemplaridad: que si la conducta de tal monarca o jefe del estado debe ser ejemplar, que si la decisión de los jueces ha de ser reflejo de ejemplaridad, que si las madres y los padres tienen que dar ejemplo, y, claro, que si las personas, con nuestras identidades y nuestras decisiones, tenemos el deber de ser ejemplo de algo. Como si los modelos y antimodelos ejemplares no variaran bajo las luces y las sombras de la historia.

Que la ejemplaridad es una cuestión de fondo y de forma pero, sobre todo, de ironía flagrante, es algo que ya sabía Cervantes, después de una larga edad media de ejemplos hagiográficos y caballerescos, tal como lo reflejó en cada una de sus obras, en particular, en sus Novelas ejemplares, que al fin y al cabo son ejemplo de libertad de ser y de leer.

Por eso, no podía dejar de saberlo Miguel de Unamuno cuando hace prácticamente un siglo (en 1920) publicaba Tres novelas ejemplares y un prólogo. Con todo su sentimiento trágico, su teatralidad, su nivolística, una no puede dejar de preguntarse qué es la ejemplaridad con los actos y las palabras de los protagonistas de Dos madres, El marqués de Lumbría y Nada menos que todo un hombre. Maternidades/paternidades, herencias/persistencias, yoes/otros, al final todos los personajes se empeñan en preguntarse si de verdad aman o son amados.

Rescataremos un pasaje sintetizador extraído de Dos madres:

«Berta.—¿Qué te pasa, hijo mío? ¿Qué tienes?

Don Juan.—Calla, Quelina, calla, que me estás matando…

Berta.—Pero si estás conmigo, Juan, conmigo, con tu Berta…

Don Juan.—No sé dónde estoy.

Berta.—¿Pero qué tienes, hijo…?

Don Juan.—No digas eso…, no digas eso…, no digas eso…

Berta adivinó todo el tormento de su hombre. Y se propuso irlo ganando, ahijándolo, rescatándoselo. Aunque para ello hubiese que abandonar y que entregar a la hija. Quería su hombre, ¡su hombre!

Y él, el hombre, Juan, iba sintiéndose por su parte hombre, hombre más que padre. Sentía que para Raquel no fué más que un instrumento, un medio. ¿Un medio de qué? ¿De satisfacer un furioso hambre de maternidad? ¿O no más bien una extraña venganza, una venganza de otros mundos? Aquellas extrañas canciones de cuna que en lengua desconocida cantaba Raquel a Quelina, no a su ahijada, sino a su hija—su hija, sí, la de la viuda—, ¿hablaban de una dulce venganza, de una venganza suave y adormecedora como un veneno que hace dormirse? ¡Y cómo le miraba ahora Raquel a él, a su Juan! Y le buscaba menos que antes.

Pero cuando le buscaba y le encontraba, eran los antiguos encuentros, sólo que más sombríos y más frenéticos.

Raquel.—Y ahora—le dijo una vez—dedícate más a tu Berta, a tu esposa, entrégate más a ella. Es menester que le des un hijo, que ella lo merece, porque ésta, mi Quelina, ésta es mía, mía, mía. Y tú lo sabes. Ésta se debe a mí, me la debo a mí misma. Poco me faltó para hacerle a tu Berta, a nuestra Berta, parir sobre mis rodillas, como nos contaban en la Historia Sagrada. ¡Entrégate ahora a ella, hijo mío!

Don Juan.—Que me matas, Raquel.»