
El gusto de leer, estoy segura, implica el gusto de conversar, no solo sobre libros, sino sobre librerías, visitadas o por visitar. Ça va de soi! Y a falta de poder recorrer el ancho mundo visitando todas las recomendadas, no disfrutamos menos leyendo sobre ellas, sabiendo que nunca huelga un elogio a las librerías.
Por ese y otros motivos (aún más sentimentales), me he sumado, como si lo estuviera entonando yo misma, al Éloge des libraires, firmado por Maël Renouard, de reciente publicación desde París (Éditions Payot & Rivages, 2022). Cobra más vigor unido a otros recientes elogios, como el de Jorge Carrión en Librerías (Anagrama, 2013), o el colectivo en el que participan entre otros Felipe Benítez Reyes bajo un título homónimo aunque en español, Elogio de las librerías (Junta de Andalucía, 2018), o también el de Pedro Felipe Granados en un artículo (publicado en el periódico La Verdad en febrero de este mismo año) en favor de las librerías murcianas que, con nostalgia, son declaradas en extinción, como sucedería con otras de provincias.
Renouard confirma en sus primeras páginas algo que los lectores sabemos pero agradecemos leer:
“Dans nos vies de lecteurs, des liens sensibles s’établissent, au cœur de la perception et de la mémoire, entre les livres, les villes, et les librairies qui sont à leur joction”; de ese modo, las librerías, según él, serían el nexo entre ciudades y libros y, además, “points ardents d’une géographie personnelle […], des marques et des victimes du temps” (págs. 7 y 8).
Tras esa sucinta postulación del punto de partida, el autor emprende un recorrido recalando en varias ciudades: primero Rennes, después París, y a continuación, no tan morosamente, otras ciudades, francesas -como Nantes o Saint-Brieuc- y no francesas -en lo que podría significar un pequeño elogio de los libros de vacaciones e, incluso, del livre d’hôtel (pág. 96). Después de ese fragmento, llega una suerte de elogio del libro encontrado al azar (en este caso, chez les bouquinistes), que a su vez conlleva una loa a los objetos hallados por sorpresa entre páginas. También se reserva un espacio para el livre-souvenir del turista. Con todo, en el caso de que no se diera fe de una relación causal y ni tan siquiera onírica, los libros y los lugares “entremêlent à la perception du promeneur des fragments d’atmosphère venus d’ailleurs, créant un espace imaginaire deux fois étranger, suspendu entre plusieurs mondes” (pág. 113). Así le sucede con un libro en Lisboa, o a mí con uno en una playa caribeña, en una residencia londinense, en una piscina jienense… o en mi sofá murciano con vistas a la calle.
Como para Renouard, las librerías forman parte de nuestro itinerario y nuestra formación, una suerte de autobiografía “en flâneur de librairies” (pág. 9). Los libros, en efecto, los asociamos con ciudades y viajes, propios pero también ajenos; de ahí que también los vinculemos con personas queridas que, en sus viajes, acordándose de nosotros y conociéndonos bien, nos los ofrecen como regalo. Tal es el caso de este Éloge des libraires, que desde este momento y para siempre evoca una sincera amistad y, a la espera de volver a París y Rennes, también, un feliz recuerdo de ambas ciudades en las que mi vida fue una fiesta.